Antonio Mónaco, en primera persona.
Por Milena Bracciale Escalada
Este año se cumplen 40 años de la creación de Teatro Abierto, un movimiento político-cultural de resistencia, que forjó la reunión de dramaturgos, actores, actrices, directores, iluminadores y escenógrafos, con el deliberado propósito de demostrar una existencia negada desde los órganos oficiales de educación y cultura. Pero la historia, que se hizo epopeya y luego mito, empezó en un lugar y con unos poquitos protagonistas. Ese lugar fue el Teatro Del Picadero, pergeñado, nada más y nada menos, que por Antonio Mónaco, quien dirige desde hace 30 años el Taller y el Teatro de la Universidad Nacional de Mar del Plata. La magnitud de Teatro Abierto tuvo que ver, también, con un hecho desgraciado y persecutorio que fue el incendio intencional de ese espacio cultural de vanguardia, la madrugada del 6 de agosto de 1981.
Pero empecemos por el principio. Antonio Mónaco –nacido en Lanús, formado en la ciudad de La Plata y origen de una descendencia de artistas cuyo broche de oro es el joven y disruptivo rapero Wos, pero que cuenta con otros muchos eslabones valiosísimos en el medio- se muda a Buenos Aires, donde se dedica de lleno a actuar, dirigir y dictar sus clases de teatro. Hacia 1980, en un contexto cada vez más opresivo y asfixiante, comienza a imaginar con un grupo de alumnos con quienes trabajaba desde 1977, un espectáculo que surge de una imperiosa y colectiva necesidad de expresarse. Para evadir la censura, arman una obra, que se llamó La otra versión o el jardín de las delicias –donde Edgard Allan Poe se daba un apretón de manos con El Bosco-, con un texto muy breve y en nada referencial. Como contrapartida, los cuerpos en el espacio y en interacción, ponían sobre el tapete los aberrantes hechos que sucedían en la Argentina de la dictadura cívico-militar. Dentro de ese grupo de alumnos, una joven Guadalupe Noble –hija del entonces ya fallecido fundador del diario Clarín, Roberto Noble, con su primera esposa- disponía y ofrecía los recursos económicos para solventar el alquiler de un espacio donde ese espectáculo pudiera llevarse a cabo. El dúo Noble-Mónaco conforma así una sociedad –Eléa Producciones SRL-, que Guadalupe solventa económicamente y Antonio comanda y dirige en términos estéticos. Así encuentran un antiguo edificio de dos plantas construido en 1926 y ubicado en la calle Rauch 1847, en una pintoresca cortada que divide, diagonalmente en dos triángulos, la manzana delimitada por las calles Corrientes, Callao, Riobamba y Lavalle. Asesorados por el mismísimo Gastón Breyer y con la obra a cargo de Rosalía Frischberg y Eduardo Markus, planifican la remodelación del espacio para construir un teatro polivalente, que más que como una “sala de teatro”, se propone como un “campo escénico”, cuya estructura dinámica habilitaba toda una serie de dispositivos permutables, que daban lugar a escenarios en “O”, en “U”, en “L”, en la variante isabelina, en la longitudinal, en “H”, entre otras peculiaridades arquitectónicas asombrosas. Se llamó “Del Picadero” –y no como se llama ahora, “El Picadero”, como resalta siempre Antonio Mónaco-, porque era también un homenaje al origen circense del teatro argentino. Una empresa puramente estética, por la que pasaron no solo obras de teatro sino también artistas del mundo del rock de la talla de Andrés Calamaro, Lito Nebbia, Rubén Rada, Charly García, Marilina Ross o el cuarteto Zupay, porque el Teatro Del Picadero funcionó como refugio en medio de una ciudad vedada a la cultura.
Hasta allí se acercó un día Osvaldo Chacho Dragún para hablar con Antonio Mónaco, con una propuesta que originalmente consistía en la puesta en escena de siete obras –una por día- basadas en los siete pecados capitales. El grupo original estaba conformado por cinco dramaturgos, pero invitarían a dos más para llegar al número siete. Las funciones se planeaban al mediodía, para no interrumpir la programación ya vigente del teatro. Eran todos autores prohibidos: Roberto Cossa, Elio Gallipoli (fallecido en 2014), Máximo Soto y Carlos Somigliana. Mónaco no solo acepta la propuesta sino que también accede a ser el director, por pedido de Dragún, de una de esas siete obras proyectadas, de la que finalmente participará incluso como actor. A partir de allí, Antonio Mónaco se suma a las reuniones de los martes en el café de Argentores. Poco a poco el proyecto se va ampliando, la cantidad de gente que participa crece exponencialmente y así surge Teatro Abierto, que no consistió en siete obras semanales sino en un ciclo de 21 obras breves, tres por día, escritas por autores y autoras argentinas, interpretadas por actores y actrices argentinas, y dirigidas por directores también argentinos. Una respuesta contundente a la simbólica desaparición del teatro nacional, a través de listas negras y prohibiciones. La estructura fue horizontal, asamblearia, y surgió de una necesidad moral más que económica. Para solventar los gastos, que por supuesto salían de los magros bolsillos de los artistas, se vendían bonos de acceso a las funciones de toda la semana cuyo costo total era menor que una entrada de cine. Un fenómeno popular, que agotó rápidamente las localidades disponibles.
El ciclo se estrenó el 28 de julio de 1981. El 6 de agosto a la madrugada, sonó el timbre del departamento que Antonio Mónaco compartía con su familia. Era un taxista, esposo de la mujer que hacía la limpieza en el teatro, que le comunicaba que el teatro Del Picadero se estaba incendiando. El taxista, que pasó por allí de casualidad realizando su trabajo cotidiano, se había acercado cuando vio lo que sucedía y al decir que era amigo del dueño, lo retuvieron hasta que el techo del teatro se desmoronó y recién ahí lo dejaron libre para ir a avisarle a “su amigo”, como le dijeron ellos. No hay dudas de que se trató de un atentado.
Antonio Mónaco atesora entre sus valiosos papeles la carpeta del proyecto de creación del teatro, con cada uno de los planos de la increíble polivalencia escénica que ese recinto ofrecía; con sus palabras y las de Guadalupe; con un texto magistral sobre escenografía de Gastón Breyer y con la descripción minuciosa del plan de remodelación por parte de Rosalía Fischberg. En su casa del barrio Constitución, puede contemplarse también un cuadro que enmarca un afiche original de Teatro Abierto 1981, con una seña que su creador, Carlos Alonso, realizó especialmente para él –como así también lo hizo al principio del ciclo con cada uno de los protagonistas-. Testimonios y marcas indelebles que reafirman una memoria que se resiste a olvidar, como una protesta contra el odio institucionalizado y enceguecido, que si fue capaz de desaparecer, asesinar, torturar y violar personas, bien podía truncar sueños y destruir teatros.
El resto de la historia es conocida. A los militares argentinos, como dice Roberto Cossa, “tan expertos en armas, el tiro les salió por la culata”. El ciclo continuó en el teatro Tabarís, en plena calle Corrientes, que había sido recientemente concesionado por Carlos Rottemberg y Guillermo Bredeston. Con adhesiones de Borges, Pérez Esquivel y Sábato, y con una desbordante asistencia de público, las funciones se reanudaron en un teatro comercial y de revista, luego de que Mónaco estuviera detenido casi un día entero, acusado, por haber sido el último en salir Del Picadero, de haberlo incendiado en forma intencional para cobrar el seguro. Como luego se demostró, Mónaco siempre discutió la versión del cortocircuito, puesto que estaba seguro de haber interrumpido la electricidad antes de marcharse. También se supo que el seguro no cubría ni el 1% de la pérdida, por lo que la acusación era ridícula e infundada. Una vez liberado, pudo entrar con una escolta de bomberos y rescatar de entre los escombros, como un verdadero milagro, el vestuario, las escenografías y las cintas magnetofónicas para que Teatro Abierto pudiera continuar en forma inmediata.
Pero el proyecto artístico de su teatro fue cercenado. Y aunque hubo manifestaciones verbales y promesas de reconstrucción, el Teatro Del Picadero nunca volvió a funcionar como tal, hasta su reapertura en 2012 bajo la denominación El Picadero, y muy alejado de su proyecto original. En plena crisis, puesto que se quedó sin espacio para dar sus clases que eran su sustento económico, Antonio Mónaco fue convocado por la Secretaría de Cultura de la ciudad de Mar del Plata, para que se presentara a un concurso nacional de antecedentes y oposición, con el objetivo de dirigir la Escuela Municipal de Arte Dramático “Angelina Pagano”, fundada tres años atrás. Así fue como armó un proyecto pedagógico que delineó el futuro de la escuela y que no solo ganó el concurso sino que contó con la aprobación y estima de un jurado integrado por Agustín Alezzo, Osvaldo Bonet y Julio Ordano. A partir de allí, Mónaco se instala en Mar del Plata y dirige la Emad durante 20 años, hasta 2002, cuando decide jubilarse. A su vez, en 1988, es convocado por la Universidad Nacional de Mar del Plata, para dirigir el Taller y el Teatro de la Universidad, tarea que continúa en la actualidad y cuyo último y actual proyecto es una obra titulada “Pandemia y yo”, a estrenarse durante la temporada 2022, en la sala El Séptimo Fuego. Se trata de una pieza que, con un gesto de apertura en los difíciles tiempos que corren para el teatro, surge como resultado de un concurso de dramaturgia, y de una serie de audiciones a actores y actrices para interpretar los textos seleccionados. Teniendo en cuenta solo su trabajo con el Teatro de la Universidad, Antonio Mónaco dirigió casi 30 obras dramáticas en nuestra ciudad, entre originales y versiones libres de clásicos.
A cuarenta años de semejante atentado a la cultura, Mar del Plata es refugio de una historia que es necesario contar una y otra vez. Antonio Mónaco, con gran generosidad, acepta el convite, porque sabe que aunque la experiencia nemotécnica resulta dolorosa, produce un efecto positivo en el auditorio. Se trata, ni más ni menos, que del resguardo de la palabra como infalible manera de contrarrestar el olvido.